lunes, 25 de octubre de 2010

el mate

El mate no es una bebida. Bueno, sí.
Es un líquido y entra por la boca. Pero no es una bebida.
En este país nadie toma mate porque tenga sed.
Es más bien una costumbre.

El mate es exactamente lo contrario que la televisión: te hace
conversar si estás con alguien, y te hace pensar cuando estás solo.

Cuando llega alguien a tu casa la primera frase es “hola” y la
segunda “¿unos mates?”. Esto pasa en todas las casas. En la de los ricos
y en la de los pobres. Pasa entre mujeres charlatanas y chismosas, y
pasa entre hombres serios o inmaduros. Pasa entre los viejos de un
geriátrico y entre los adolescentes mientras estudian. Es lo único que
comparten los padres y los hijos sin discutir ni echarse en cara.
Peronistas y radicales ceban mate sin preguntar. En verano y en
invierno. Es lo único en lo que nos parecemos las víctimas y los
verdugos; los buenos y los malos.

Cuando tenés un hijo, le empezás a dar mate cuando te pide. Se lo
das tibiecito, con mucha azúcar, y se sienten grandes. Sentís un orgullo
enorme cuando un esquenuncito de tu sangre empieza a chupar mate. Se te
sale el corazón del cuerpo. Después ellos, con los años, elegirán si
tomarlo amargo, dulce, muy caliente, tereré, con cáscara de naranja, con
yuyos, con un chorrito de limón.

Cuando conocés a alguien por primera vez, te tomás unos mates. La
gente pregunta, cuando no hay confianza: “¿Dulce o amargo?”. El otro
responde: “Como tomés vos”.

Los teclados de Argentina tienen las letras llenas de yerba. La
yerba es lo único que hay siempre, en todas las casas. Siempre. Con
inflación, con hambre, con militares, con democracia, con cualquiera de
nuestras pestes y maldiciones eternas. Y si un día no hay yerba, un
vecino tiene y te da. La yerba no se le niega a nadie.

Éste es el único país del mundo en donde la decisión de dejar de
ser un chico y empezar a ser un hombre ocurre un día en particular.
Nada de pantalones largos, circuncisión, universidad o vivir lejos de
los padres. Acá empezamos a ser grandes el día que tenemos la necesidad
de tomar, por primera vez unos mates, solos. No es casualidad. No es
porque sí. El día que un chico pone la pava al fuego y toma su primer
mate sin que haya nadie en casa, en ese minuto, es que ha descubierto
que tiene alma. O está muerto de miedo, o está muerto de amor, o algo:
pero no es un día cualquiera. Ninguno de nosotros nos acordamos del día
en que tomamos por primera vez un mate solo. Pero debe haber sido un día
importante para cada uno. Por adentro hay revoluciones.

El sencillo mate es nada más y nada menos que una demostración de valores...

Es la solidaridad de bancar ¡esos mates lavados! porque la charla es buena. La charla, no el mate.

Es el respeto por los tiempos para hablar y escuchar, vos hablás
mientras el otro toma y es la sinceridad para decir: “¡Basta, cambiá la
yerba!”.

Es el compañerismo hecho momento.

Es la sensibilidad al agua hirviendo.

Es el cariño para preguntar, estúpidamente, “¿está caliente, no?”.

Es la modestia de quien ceba el mejor mate.

Es la generosidad de dar hasta el final.

Es la hospitalidad de la invitación.

Es la justicia de uno por uno.

Es la obligación de decir “gracias”, al menos una vez al día.

Es la actitud ética, franca y leal
de encontrarse sin mayores pretensiones que compartir.

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